Adiós con el corazón
(Lo que la emigración dejó en nosotros)
¡Cómo golpea el viento los
cristales! Llovizna en Buenos Aires y la tarde lucha para no volverse noche. Me
encanta el otoño, sin embargo a veces, tardes así, mueven en mí parte de la
nostalgia que acompañó mi infancia. Y vuelvo a verme en aquel patio con
parrales, recuerdo la mirada azul y mansa de mi padre, que tanto decía, a
veces, sin pronunciar palabra, y oigo la
voz melodiosa de mi madre como si llegara desde la vieja cocina, al fondo de la casa.
- “Adiós con el corazón,
que con el alma no puedo…”
Y me siento niña nuevamente. Juega mi infancia en la esquina
del viejo conventillo de la calle Gallo, mientras vuela mi alma a mi idílica tierra de
verdor infinito, de mar y de montaña. Los recuerdo se agolpan en mi mente y, en
silencio, repito aquella copla que acompañó a miles y miles de emigrantes. Tan
sencilla como sus propias vidas y tan profunda como el abrazo que une dos
cuerpos y dos almas, para separarlos definitivamente. Eterna siempre en la memoria, como esa imagen querida y desolada que se iba haciendo lejana a medida
que el barco avanzaba, dejando atrás un
puerto cualquiera de España.
Sin proponérmelo llegan a mi, nombres como: Alcántara, Cabo de
Hornos, Ciudad de Formosa, Cabo San Roque, Cabo San Vicente y muchos otros que encerraron en sus bodegas historias de
vida, dolor y muchas lagrimas, y que
sin embargo, fueron sinónimos de sueños y esperanzas. Con la valentía de quien
no tiene otro remedio, con la
desesperación de quien no tiene otra salida y con el sueño de un futuro
mejor para sus hijos se embarcaron en ellos
y cruzaron los mares.
Imponente y silencioso
el puerto de Buenos Aires les abría las puertas a una vida nueva y les cerraba otra, definitivamente. De
ahora en más eran inmigrantes y en ese
preciso momento se habían convertido en hombres y mujeres de dos patrias, o de
ninguna; duro y eterno precio que paga aquel que emigra. Ya nadie va al puerto.
Los barcos cargados de emigrantes ya no llegan a nuestras orillas, sólo de vez
en cuando, durante el tórrido verano porteño, algún crucero llega y Buenos
Aires reboza de tonadas cantarinas y vuelve
a poblarse de sonidos que evocan los tiempos en que era una ciudad netamente
inmigrante. Se puebla mi memoria de voces de la infancia, mientras rueda mi
bicicleta por la calle de mi casa, y una
y otra vez y recuerdo el esfuerzo que nos llevó comprarla.
Cuando era niña, el puerto era una visita
frecuente, era común ir a recibir a los amigos y parientes que llegaban, pero
aunque arribaran, traían con ellos el dolor de la despedida. Creo que llegar,
si bien era lo que habían anhelado tanto, les hacía sentir la pena del desarraigo. Nuestra casa solía
albergar a los recién llegados y recuerdo aquellas noches en las que al oír su
llanto, mi padre se levantaba para acompañarlos, les servía un vasito de vino y
entonaba junto a ellos las canciones de su tierra. La causa más frecuente de su
llanto era la seguridad de que ya no volverían a ver a sus madres. Una vez oí a uno de ellos
decirle a mi padre que si existiera una carretera que lo llevara
a Galicia, se pondría a caminar en ese preciso momento.(continuará...)
Emigrantes llegando al Puerto de Buenos Aires |