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Adiós con el corazón
(Lo que la emigración dejó en nosotros)
[...] Vuelvo pequeña a aquel patio de baldosas rojas y amarillas que
dibujaban guardas y arabescos, me acomodo en mi sillita baja e
integro la reunión familiar, rodeada de tantos rostros queridos. Me
siento tierna, amada y feliz, una vez más. Se apaga la voz del viejo
tocadiscos, para dar paso a las coplas cantadas por mis padres y mis
tíos, aún jóvenes. Sus ecos resuenan en el viejo caserón que
los acompaña con un silencio nostálgico y profundo. Aquellos eran
momentos que me llegaban al alma, de un modo tal, que podría
encontrar el lugar donde ella habita, señalando con mi pequeño
índice, en el centro del pecho. Recorro uno a uno esos rostros tan
míos y desearía besarlos con ternura para evitar que las lágrimas
nublaran sus miradas. Veo como mis sandalias de charol ensayan, casi
rústicamente, mis primeros pasos en la danza española y vuela mi
falda tableada mientras mi padre, inclinándose hacia mi, me hace
girar al compás de un pasodoble. Y todo se vuelve risa, se ilumina
mi corazón e ingenuamente creo, que ya nunca volverán a
entristecerse.
Y me invade el recuerdo de pequeños detalles que hicieron a mi
esencia: el silencio profundo de mi madre cuando ya no podía con la
nostalgia, las canciones de mi padre que, hoy veo, eran una
invitación para que ella lo acompañara y se alegrara, el profundo
sacrificio que se notaba aunque se esforzaran en disimularlo, esas
cosas que no hacía falta enseñar porque se inculcaban con el
ejemplo, el cuidar siempre el centavo, el sueño de tener la casa
propia, los zapatos marrones de la escuela, que acompañaron mi
adolescencia y que mi madre calentaba en una hornalla antes de salir
para el colegio; y la seguridad de saber que aunque había poco, para
libros siempre habría.
Qué no daría por sentarme a la mesa, un domingo al mediodía, en
casa de mi tía y compartir con mis tíos y mis primos aquella mesa
enorme en la que se reunía una familia de emigrantes que
sobrellevaba, casi alegremente, la nostalgia, el tiempo y la
distancia. Si pudiera oír nuevamente la voz de mi padre, sus
cuentos, sus anécdotas, sus historias de la guerra y esas
descripciones tan increíblemente perfectas de su tierra. No había
un solo día que él no me hablara de Galicia. Su tierra vivió en su
corazón hasta el último día de su vida.
Uno juega su suerte cuando emigra. El hombre puede abandonar su
tierra, pero nunca olvidarla porque a ella lo unen lazos tan
indisolubles como los del alma.
Sigue golpeando el viento en los cristales…Llueve fuerte sobre
Buenos Aires y ganándole a la tarde, la noche ha comenzado su
reinado. Y este sentimiento de orfandad que me ha acompañado
siempre.
- “…Al despedirme de ti,
Al despedirme, me muero…”
(A todos los emigrantes por su noble legado)
Beatriz Carballo Regueira